Mi camino aéreo

Texto: Quito Demaestri
Ilustración: Ignacio Spotti

Todo sigue a su manera, en un curso determinado.

Puedo decir que un suceso puntual empezó de tal o cual manera,
pero realmente empezó cuando nací, y todavía antes, hace millones de años.

Si es que medir el antes tiene realmente sentido.

 Nosotros los hombres somos en conclusión células que pensamos (o creemos que),

 en forma individual, como si no fuéramos parte de un todo, y etapas de ese todo. 

(Capitán Manija)

 

Ignacio SpottiLa noche anterior habíamos fumado con Hugo unas flores que trajo de casa de una flaca con la que salía. Le gustaba contarme cómo cogían, que de acá, que allá, que la chupa como una loca. A mí el tema me la secaba un poco. Cuestión que cayó un día con unas flores copa canábica dosmilalgo y bue, era mi amigo y venía con una bolsa de Fichus. Fumamos y lo escuché un rato hasta que se olvidó de hablar de la piba o yo me olvidé de escucharlo hablar de la piba, y colgamos, lógico. Hugo se fue al par de horas, pero me dejó unos cogollos y medio porro armado.

Me fumé el armado entre copas, manijeando con una peli de Lars Von Trier. Después no pude dormirme. Tenía que laburar pero igual prendí la máquina y escribí un rato, me armé otro churrote y boludié otro rato. Escribí y boludié, las dos cosas mezcladas hasta que me di cuenta de que la luz artificial perdía fuerza. El sol mezclaba todo como en una especie de foto velada. También sería el cansancio, supongo. Era muy temprano para ir al trabajo pero tarde para descansar. En el cenicero quedaba una tuca del segundo faso. Pegué dos secas y me quedé mirando lo que había escrito.

No logré concentrarme. Estuve un buen rato en un estado de cuelgue importante, viendo álbumes de Perdone Mi Francés. De golpe tuve mucha sed. Probé exprimir la botella de vino que tenía destapada. Me dije que un café me vendría bien, por lo menos para tirar hasta un horario prudente y avisarle al jefe que no iba por descompostura, después pensaría qué decir. Arrimé los pies a las pantuflas y las sentí como algo extraño, así que caminé descalzo hasta la cocina. Me asaltó la cerámica fría, me hizo cosquillas la imagen del frasco de café vacío, la última cucharada rascada.

 

Agarré algunas monedas del centro de mesa que mi hermano trajo de su casamiento. Salí a la calle nomás con el pantalón de fútbol, total el viejo Goyena no me dice nada si entro en cueros al boliche. Arranqué tranqui porque nada me apuraba, el viejo aún no había abierto. El fresquito de la mañana me atajó para suavizar el quilombo de bocinazos.

Por esa época ya tenía el pelo bastante largo, no tanto como ahora, pero del estilo de los Jesuses agiornados para las revistas y los afiches. Para colmo, el pantalón medio que se me caía porque tenía roto el elástico. Así andaba por las calles de Capital. Era lógico que la gente desconocida me mirara con una mezcla de sorpresa, desprecio, y hasta miedo. Eso me daba seguridad y me divertía.

Caminé hasta la avenida, que para mí es como nacer, salir a un mundo caótico desde mi lugar de confort. Doblé y encaré la cuadra de vereda ancha. A la par se me pusieron muchos de los bondis que siempre tomo. Me chistaban con el aire de las gomas, pidiéndome que no los abandone, que suba, que mirá cómo se está poniendo esta mañana, todos apretados, acalorados, punchi punchi. Ya se empezaban a amontonar contra los semáforos como arteria de fumador, mezclados con los charlatanes más malhumorados del planeta: los tacheros, y los demás, la autada, que siempre parecen como canarios con la jaula abierta, moviéndose torpes, descuidados, a punto de tropezar y provocar un desastre.

Me alivió estar al margen de ese río caliente. Empecé a prestarle atención a mis movimientos, fui consciente de que podían ser armónicos, fluir sobre carriles invisibles, dejarme llevar como si fuera uno de esos tipos que pelean en las películas chinas. Siempre tuve esa idea de que uno puede pararse sobre un punto y sentirse seguro aunque alrededor todo sea vacío, pero la visión limita esas seguridades y termina por desequilibrarnos. También que el deslizarse sobre algo menos denso puede resultar igual a hacerlo sobre el agua o el piso que nos sostiene. Todo, pensaba, tenía que ver con la consistencia que a mi consistencia le resultara segura. Me fui así por las ramas, mientras caminaba y aceptaba mis movimientos como un buen poema, como una línea continua de energía que sólo se trasladaba y yo, parte de sus espacios disponibles, le permitía atravesarme y me llevaba en ella. Corriente alterna, pensé, me acuerdo posta, cuando miré a un camión de gaseosas que bufaba como un gran toro mecánico. En una frenada sacudió al repartidor que llevaba colgado del espejo y el chico apoyó una pata sobre el baúl del C4 de adelante para no caerse. La puteada del automovilista, las puteadas de respuesta, los bocinazos, un cana gritando y hablándole a su hombro pidiendo refuerzos. Yo cruzando como un Moisés que estuvo congelado cinco mil años.

Ahí me di cuenta de que estaba descalzo. No sé si antes o después de ver a un flaco que me miraba desde un bondi. Sí recuerdo que él me miraba a mí cuando lo descubrí, y andá saber si fue una conexión para él pero no se espantó como un cachorrito como hacemos cuando alguien nos descubre mirando. Fue como un arcoíris, arco iris, un arco entre dos iris, un enlace. El tipo me miraba casi como aprobándome, o poray envidiándome. Yo seguí mi camino, apenas cabeceando una especie de saludo, pero fluyendo, despegándome de su atención, poniéndomela al hombro como si me cargara sus sensaciones, las que fueran, en la mochila. Di un paso y noté que estaba descalzo, en ese momento o un toque antes, lo mismo da. El pie pisó el agua del cordón y el impacto húmedo me sacudió un poco, pero no lo suficiente. Pisé firme y me patiné para el carajo.

No llegué a caer. Apoyé la palma en los pelos verdes del planeta. Quedé en una posición entre buda y capoeira, y de inmediato, por instinto, porque soy parte de una sociedad, porque todos lo hacemos, miré hacia el tipo que antes me había mirado. Supongo que no quise decepcionarlo, que no quise mostrarme débil. Tal cual le pasó a un amigo (me acordé en ese momento, posta, que mi amigo estaba con la novia en la playa, año nuevo, era, caminaban con frío por la oscuridad de la playa, y él se agacha a no sé qué, no sabía él a qué, se agacha y a cada mano tenía una rosa de plástico, las levanta y le pide matrimonio a la mina). Como eso, algo sí, me pasó a mí estando en esa posición de luchador subnormal: cuando quise apoyar la segunda mano me topé con un palo medio clavado en la tierra. Me afirmé y me levanté como habiendo rebotado. Y así quedé, parado como un pastor posmoderno. El mirón sonrió esta vez. Y después el bondi se lo llevó.

Juraría que estaba para la estampita, pero no tenía espejos cerca, sólo me sentía así. Me reí de la situación. Me dije que no iría más a laburar, que la chupen, que ya no quería ser parte de esa cosa que a diario se amorfa para luego desmembrarse de a poquito como pequeños soretes de una bestia roñosa que pareciera apenas saber caminar. Todo eso y un montón de cosas que me alegraban todavía más, y ya medio me había olvidado de hacia dónde iba, ni si café solo o leche también. ¿Tenía pan en el freezer?

A esta altura me movía con cierta cinética. Como en un carril de nubes. Estaba flasheando, pero era consciente de lo que estaba haciendo, aunque no me importara mucho. La ciudad estaba despertando a mi alrededor, sacudiendo sus engranajes a todo vapor, escupiendo su aceite, friccionando, traccionando hacia el futuro, el pasado, hacia todos lados, y yo la atravesaba como si se tratara de un sueño. Definitivamente el porro me había pegado hermoso, pero aparte de eso quería quedarme en este estado, libre de las cosas que me tapaban las arterias invisibles.

Tampoco me importó la pareja que venía caminando por la calle común que agarré para llegar a lo de Goyena. Iba apurada ella, o él, o la pareja completa. Venían de frente y casi me los choco. El chico apretó la mano de la chica y unos metros antes la hizo cruzar de vereda. Les di miedo, pensé. Ella me siguió con la mirada, tratando de entender algo de lo que veía, o porque yo le gustaba, no sé. Entonces ensayé lo que se me ocurrió un paso de baile, de puro payaso. Di un salto, como si supiera bailar ballet. Y el salto me resultó como más largo, como si entremedio hubiera aparecido una milésima flotante, algo así como una foto entre la inmediatez y el accidente. Un flash de levitación.

Ella seguía de público. Me cebé. Di un par de saltos más largos de lo común. El pibe miró a su chica y ella cabeceó para señalarme. Supongo que me vieron verlos, pero a mí me importó menos que a ellos esa notación. Tiré el palo y salté liviano, un salto como si surfeara el aire. Me alejé un poco más de la pareja pero seguía sintiendo su atención. Llegué a la esquina y me impulsé con energía, dejándome llevar con suavidad sobre la brisa. Crucé hasta la esquina opuesta sin tocar el piso.

Apenas me volví hacia esos dos que, por estupefactos o por respetar un momento único para la humanidad, ni se molestaron en registrar el espectáculo con celulares o lo que tuvieran a mano. Claro, ahora lo recuerdo, se tenían a mano a ellos. Tal vez se aferraron aún con más fuerza, uno al otro, por miedo a estar en el sueño de un tercero. Aferrarse a su pareja, su persona conocida en un mundo que por un instante, o partir de ese instante, dejaba de ser algo que naturalmente podían manejar.

Un comentario

  1. florencia felin · · Responder

    :D. Que lindoo!

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